Con sus banderas rasgadas, postulada como un sistema político pluralista, la democracia se yergue como un perfectible sistema que debe superar rompientes a cada esquina.
La pregunta que va calando hondo la historia presente, es el grado de viabilidad que tiene la democracia para resolver en equidad los conflictos sociales. Siendo la democracia el mejor de los sistemas conocidos, los esfuerzos apuntan, en especial a nivel regional latinoamericano, a mejorarlo con la energía de la civilidad, con la modernización del estado y con la apertura y ensayo de nuevos canales de participación para los hombres cotidianos.
Las amenazas que debe afrontar la democracia son muchas, pero quisiéramos subrayar dos tendencias que apuntan sobre ella, debilitándola intrínsecamente.
Primero, las inercias centralistas y la concentración de poder, con la presencia creciente de grupos económicos que van ejerciendo una influencia creciente en los distintos niveles de la sociedad.
Otro peligro es el que cada cual lleva dentro y que aparece al menor descuido. Es nuestro pequeño dictador, que arremete en contra del mundo, tratando de imponer sus ideas e intereses contra viento y marea.
Si nos animásemos a sincerar nuestra real vocación de demócratas, asistiríamos con escozor a esta peligrosa tendencia interior a imponer nuestra voluntad por encima de las proclamaciones altisonantes de este ideario.
Incentivados hombres y mujeres por premisas que fundamentan el éxito en un actuar individualista y agresivo, como clave de la competitividad y del éxito, ese pequeño dictador pareciera legitimarse en nosotros, avasallando inconscientemente a los demás.
Nuestro pequeño dictador busca imponerse sobre el del vecino, ya que los percibe como antagonistas a quienes se debe derrotar.
Para educar en valores realmente democráticos, es preciso asumir que el hombre, como ser gregario, necesita de los demás, aunque en esa convivencia naturalmente conflictúan sus intereses con los de las demás personas. Debe por lo tanto, cooperar y simultáneamente competir. En este sentido, el hombre que se supone civilizado, participa en función de los espacios que él efectivamente abre y ejerce.
La ley de la selva que ha fortificado el individualismo debe ser corregida para una convivencia sustentada en la paz.
Una mirada libre a nuestro entorno
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