viernes, abril 21, 2006

La peor pesadilla

LA PEOR PESADILLA
Hernán Narbona Véliz
periodismo.probidad@gmail.com

Mi primera aproximación a la muerte fue cuando murió mi abuela paterna, un once de septiembre de 1961. Esa mañana el gato amarillo se desesperó maullando en el pasillo de la vieja casona. Eran casi las nueve de la mañana y mi madre preguntó si había despertado la mamita Lala. Fui a verla y su rostro resplandecía de paz, respiraba muy bajito y parecía descansar sin dolor alguno. Corrí a avisar que dormía, mi madre vino y como vio que ese sueño profundo no era normal, partió a llamar a mi padre, por el teléfono del Retén, que quedaba justo al lado de nuestra casa.

La reacción de niño cuando ella dejó de respirar, mientras brotaban los llantos de las mujeres y mi padre aún no llegaba, fue de inusitada alegría. Porque ella estaba diáfana, bonita, sin ese dolor que no la dejaba descansar. Bajé a buscar a mis amigos del barrio y a todos les fui mostrando a mi abuelita, que ya fría y elegante reposaba sobre su lecho, cubierta por una sábana blanca, que yo sentía le molestaba en el rostro plácido. A la usanza antigua, el velorio se instaló en casa y al día siguiente, la misa y una carroza con caballos inició su último viaje terreno. No lloré, sólo le escribí un poema, la muerte viajó en el viento y derrotó a la primavera.

Mi abuela había nacido un dieciocho de septiembre al despuntar el siglo y no pudo llegar a esa fiesta con guitarras que ella disfrutaba postrada en su lecho, pero sonriente. Así fue mi primer topón con la muerte.

Cuando recién pololeábamos mi mujer y yo, fuimos una tarde que paseábamos en el ocio creador, a vitrinear ataúdes a una pompa fúnebre. La fuerza de la adolescencia y la pasión que brotaba por los poros, nos hacía ser irreverentes con la muerte. En la concepción poderosa de la juventud la muerte era un accidente lejano, del cual podíamos mofarnos con risa sacrílega, rupturistas de ritos y protocolos en nuestra energía y nuestro amor. Ya en la madurez, en una visión de trascendencia, siempre hemos sentido que la muerte es un estadio de transición, que llegará en la hora justa, nunca en la víspera.

Pero hay algo que estremece y es la muerte de jóvenes. Nada imagino más terrible que tener que sepultar a un hijo. Eso violenta las reglas de la naturaleza humana, porque podemos estar más o menos preparados para nuestra propia muerte, pero jamás podremos estarlo para la muerte de un hijo. En breves años, he conocido de amigos o colegas de mi tiempo que han sufrido la pérdida de hijos en la flor de sus vidas, muchachos que recién bordeaban los treinta. Ese dolor insoportable, de familias que deben despedir a sus jóvenes, resulta uno de los cuadros más dolorosos imaginables.
Talvez, si uno mira al trasluz del dolor permanente de los viejos que perdieron a sus hijos por la represión, podremos entender solidariamente como sociedad, la profundidad de su pena y la necesidad de la verdad histórica para mitigarla.

La muerte de jóvenes crece ante nuestros ojos. Jóvenes que desaparecen, que son asesinados, jóvenes que caen en la depresión y se suicidan. En la soledad de las urbes, muchos jóvenes se precipitan en una muerte cotidiana que los desvía hacia el alcohol, las drogas, el desamor. Los callejones sin salida entrampan a muchos jóvenes, truncando vidas que pudieron estar llenas de esperanza.

Y, talvez, muchos de esos padres, corriendo para alcanzar pertenencia en una sociedad de oropeles, no se dieron cuenta a tiempo de la necesidad de cuidarlos y amarlos, hasta que sobrevino la pérdida irreparable.


Una mirada libre a nuestro entorno

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