domingo, mayo 28, 2006

Día del Patrimonio en Valparaíso: Museo Aduana abrió sus puertas


En una nubosa mañana de 29 de mayo, la Aduana Regional de Valparaíso, Museo Aduana desde el año 2000, abrió sus puertas a la comunidad porteña que en gran número pudo visitar las instalaciones y recorrer la historia de un edificio que tiene ya 151 años.

Ubicado en la Plaza Aduana, corazón del viejo puerto, el Museo Aduana ha recopilado toda la época de la Aduana republicana en textos, herramientas y fotografías de época. Hoy el Taller Azul presentó una lectura de crónicas. El nombre de Taller Azul es un homenaje a Félix Rubén García Sarmiento, Rubén Darío, poeta nicaragüense, quien escribió y editó su obra Azul en 1888, mientras se desempeñaba como empleado de Aduanas en Valparaíso.

Además se presentaron hermosos bailes de época. La música dio un digno marco a la festividad y la gente recibió con cariño las lecturas y las presentaciones del grupo folklórico. Esto proyecta el perfil humano de este histórico servicio ligado a lo mejor de la historia de la ciudad patrimonial.
A continuación, el artículo que presenté hoy en nombre del Taller Azul.

La vieja zona roja de Valparaíso

VALPARAÍSO MIRADO DESDE su bohemia fue como todo puerto del siglo pasado, centro temporario de navegantes que tras largos períodos a bordo buscaban saciar su sed y hambre en esa orilla de luces rojas, donde mujeres dispuestas a acogerlos en la farsa del amor pagado se colgaban llenas de rouge y agua oxigenada de los balcones de los prostíbulos. Esos encuentros fueron siempre una recalada fantasma cuyo sino era fatalmente el olvido.

Ese historial de cantinas bulliciosas está poblado de episodios breves, protagonizados por marineros que buscaban un rincón de juerga, mientras esperaban el zarpe de sus naves. Todas son historias que se parecen.

Los romances de verdad surgían cuando esos marineros subían a los cerros y conocían allí a hijas de familia, anhelantes de amor y sujetas a las duras reglas del pudor y del machismo.

Muchas de esas mujeres establecían largos amores con marineros, paseaban de su brazo los domingos, se iban llenando de sus hijos en cada pasada del buque por el puerto. Pero eso nunca fue un espacio frívolo, porque allí se fusionaban con pasión las soledades de navegantes y mujeres, las que con pena y dignidad vivían pendientes del puerto, criando sus hijos y tejiendo algún chaleco grueso para que su viejo no se resfriara en los mares del sur.

Como cantaba Neruda, el amor de esos marineros iba y volvía, como en un ciclo lunar, que les permitía una complicidad magnífica para tener un amor en cada puerto y en cada puerto, un amor.

En el barrio del puerto estaban los bares Black and White, el American Bar, el Roland Bar. Siendo adolescente, como parte del mechoneo universitario, conocí todos estos bares.

Allí, en Roland Bar a media tarde, antes que despuntara la fiesta nocturna, se podía compartir un trago y escuchar al pianista negro. Luego uno podía escribir las murallas, para decir, por ejemplo, que jurábamos amor a nuestra primera polola universitaria. Al siguiente encuentro, muchas veces había que ubicar ese compromiso y rescribirlo con una nueva protagonista de la ilusión. Pero cuando la noche se incendiaba de veras, cuando estaban los buques de la Unitas, el barrio se convertía en un políglota carnaval y la música reventaba por las ventanas de los segundos pisos, mientras el animador, al presentar el enésimo streep tease de la noche decía “American Bar????” “!su casa¡¡¡¡”, contestaba en coro toda la concurrencia.

Los ecos de esa noches aún resuenan en la Plaza Aduana y debe haber miles de fantasmas que anclaron en esa esquina y todavía recorren esas cuadras apagadas, preguntándose a qué hora empieza la fiesta.

Subiendo por calle Clave, se llegaba al famoso Los Siete Espejos, una de las más renombradas casas de tolerancia del puerto. La otra casa de renombre era Donde la Lucy, pero se ubicaba sobre la calle Independencia, casi sobre el Almendral. La leyenda de los espejos se explicaba por el juego de espejos que protegían la entrada y que permitía desde arriba cuidar que no fuese una comisión de los tiras la que estaba golpeando. La imagen rebotaba por las lunas enormes y permitía cuidar la seguridad de la concurrencia.

En esos prostíbulos había una mezcla extraña de situaciones y de personajes. Estaba siempre allí la buena talla, la alegría obligada de las mujeres en torno a la ponchera de vidrio, con vino blanco arreglado, agregados de frutas y algún ron o trago fuerte adicional; estaba la hospitalidad de la cabrona, la tía, que conociendo a los clientes los recibía como a queridos parientes. Ella era la que introducía a los invitados y les presentaba a las chiquillas.

Concurrían los grupos que sólo buscaban chacota, un baile, un espacio para compartir y en una segunda dimensión, el giro principal del negocio, estaban los servicios sexuales que eran poco sutilmente propuestos por las anfitrionas. No era necesario llegar al segundo nivel de servicios, se podía compartir en el salón y bailar, escuchar chistes, relajar esas almidonadas figuras de los burócratas, que sacaban fuera sus ánimos parranderos, sobre todo cuando eran agasajados por alguien que quería comprar sus favores. Allí la seudo amistad crecía como un callamperío, para morir inmediatamente de asomado el sol. Pero también allí se tejían relaciones regidas por un código especial, donde los caballeros clientes intercambiaban influencias, realizaban sus acercamientos políticos y generaban acciones en pro de la ciudad.

Se comentaban muchas historias de clubes radicales que tenían vasos comunicantes con estas célebres casas de tolerancia; pagadas de piso, celebraciones a puertas cerradas de algún triunfo proselitista, siempre concluía entre las campanillas y el piano, entre boleros y tangos. Podría decirse que había sitios populares, para las juergas ruidosas del vulgo, y otros, exclusivos y discretos, que mantenían las reglas de Carreño y cuidaban que la elegancia generara ese clima de confidencialidad entre la dueña de casa y sus contertulios. En estas casas finas, los caballeros usaban frapée y posteriormente comenzaron a ser habitúes de las líneas blancas que disimulaban su ingesta de buen whisky importado y alguna travesura sexual con la preferida dentro de la casa.

Todas las casas disponían de sus giradiscos operados por monedas y los discos de vinilo iban pasando entre el humo y las risotadas de las chicas que celebraban las bromas de marineros que no hablaban ni una pizca de español. Era común que existiera un piano de cola, un maricón que tocaba la campanilla y un loro. En las cortinas ya no cabían los graffiti, con juramentos de volver y huellas dactilares de vino tinto.

A dos cuadras, el mercado del puerto, con su soberbia estructura construida por Eiffel, al igual que el edificio Hucke, los almacenes del puerto y el mercado Cardonal. Allí estaban las picadas para las amanecidas, para componer el cuerpo y seguir cuesta arriba, con la leche y el diario, para que no te dijeran nada en casa.

Frente a la vieja Aduana entre la subida Carampangue y el Ascensor Artillería, la Plaza Aduana, donde daban la vuelta los trolebuses. Ése era el límite sur del barrio bohemio. Más hacia el centro, la Plaza Echaurren y luego la plaza Sotomayor. Hasta ahí podría delimitarse el barrio bravo del viejo Valparaíso.

En medio del barrio, se levantaba la Iglesia La Matriz, La calle Clave estaba llena de prostíbulos. A las casas que no lo eran se les colocaba una placa en la puerta que decía “casa de familia”, para que no anduvieran golpeando los curaditos a altas horas de la madrugada. Las calles Serrano, Cochrane y Blanco agrupaban diversos bares y restaurantes, principalmente para jugar dominó, cacho, hablar de fútbol y política, con especialidad en platos con barandas, que afirmaban a los clientes en la aventura de arreglar el mundo.

Pero vinieron un mal día los hechos de todos conocidos, el miedo, el toque de queda y también la pobreza. De pronto, con un mazazo en la frente, la historia demolía de un golpe la vieja bohemia de Valparaíso.





Una mirada libre a nuestro entorno

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